Más cuentos de Horacio Quiroga (I)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Más cuentos de Horacio Quiroga
Pocas cosas me seducen tanto como un buen cuento de miedo. Entre los más preciados tengo los de Horacio Quiroga. Ocupan un lugar tan elevado en mi mitología personal que este autor uruguayo, que quiso ser un poeta decadente y acabo siendo uno de los mayores fatalistas que yo he tenido oportunidad de leer, es mi favorito de toda la historia de la literatura latinoamericana en su conjunto. Más aún, le tengo en tanta estima como a dos de sus maestros: Maupassant y Poe, en quienes -según asegura el propio Quiroga en el Decálogo del perfecto cuentista que abre esta selección de sus narraciones- hay que creer como "en Dios mismo".
Ahora bien, las mejores piezas de esta propuesta de Valdemar, reunida en 1999 bajo el título de El síncope blanco y otros cuentos de locura y terror, ya me eran conocidas. De hecho, fue tras su primera lectura cuando elevé a Quiroga a mis altares. La gallina degollada, donde se nos cuenta la desgracia de los Manzini, un matrimonio que engendra una prole de disminuidos psíquicos, es toda una obra maestra del espanto verosímil. Los descendientes de la desdichada pareja ni siquiera son capaces de evitar los obstáculos cuando se les pone a caminar. Sin embargo, sí imitan aquello que ven. Así, cuando una de las criadas de la casa corta el cuello a una gallina para la comida, los infelices se quedan con la copla. Horas después degüellan a su hermana, la única hija en la plenitud de sus facultades que han sido capaces de alumbrar sus padres.
***
La miel silvestre también me era conocido. Su asunto viene a dar noticia de cómo la glotonería le costará la vida a Benicasa, un hombre de ciudad que visita la selva de Salto Oriental -la región uruguaya que vio nacer al escritor-. En ella hay una marabunta, una legión de hormigas depredadoras conocida como la corrección. Son capaces de acabar con todo, desde un perro hasta una hacienda entera, en pocos minutos. Ésa será la suerte que la selva tiene reservada a Benicasa luego de que cierto narcótico de esa miel silvestre, cuya ingesta no puede evitar, le paralice cuando las hormigas le empiezan a dar cuenta de él.
El perro rabioso y El almohadón de plumas también destacan entre mis cuentos favoritos. Ya di cuenta del asunto de ambos en una entrada de esta misma bitácora fechada el siete de noviembre de 2014... En fin, admiro tanto los cuentos de Quiroga que ya conocía, que los nuevos, descubiertos en esta selección, me han resultado inferiores.
***
Abre la colección El hijo, sobre la angustia que pasa un colono de Misiones (Argentina) cuando su vástago se adentra en un monte cercano y tarda en volver. En efecto, el muchacho ha muerto. Pero el autor nos lo dice tras una suerte de coda en la cuenta como el padre imagina el ansiado regreso. A mi juicio, desmerece el conjunto de la pieza dándole un onirismo que la desvirtúa. El espanto que admiro en Quiroga es el de la fatalidad.
Supongo que para los colonos de Misiones en 1903 -año en que el autor acompañó allí a su colega y amigo Leopoldo Lugones como fotógrafo de una expedición- la demora en la vuelta a casa de los hijos internados en los bosques sería tan angustiosa como ha de serlo para cualquier padre de las ciudades de nuestros días la tardanza los vástagos al volver a casa en las primeras noches que empiezan a salir. En cualquier caso, a mí me llama mucho más la atención la inquietud de los colonos de Quiroga. Aborrezco el ruralismo tanto como me seducen los cuentos de miedo y estos padres, preocupados porque sus hijos hayan sido pasto de las fieras, vienen a confírmame en mi idea de que la ciudad -cuanto más grande mejor- es el mayor invento de la humanidad, su hábitat por excelencia. En las ciudades no te comen las fieras ni las legiones de hormigas. Incluso se apacigua la inclemencia del tiempo.
***
Esos padecimientos de los colonos, que el escritor conoce tan bien por haber sido el mismo uno de ellos, son uno de los temas recurrentes de Quiroga que más me interesan. Sin embargo, no es el caso de cierta cinefilia del autor que se me descubre en esta selección. El espectro, primera las piezas que inspira el cine, está focalizada por Guillermo Grant, el fantasma aludido en el título. En su vida material cultivó una sincera amistad con Duncan Wyoming, un actor contemporáneo de William Hart. Calculo que el tal Hart no es otro que William S. Hart. Es decir, el protagonista y realizador de innumerables westerns de los años 10 del amado siglo XX. Esa es la época, por tanto, en la que hay que situar El espectro.
Enamorado el futuro fantasma de la mujer de Duncan, la bella Enid, desde que éste se la presenta, cuando el actor muere repentinamente, su viuda y su amigo deciden respetar su memoria mientras acuden con regularidad a los estrenos de sus filmes póstumos y reposiciones de sus éxitos. Cuando Enid acaba por reconocer que también quiere a Guillermo, Duncan les observa desde la pantalla. Quiroga nos presenta a los actores retratados en las películas como sombras dotadas con vida propia dentro del fotograma. De modo que, en una de esas combustiones espontáneas de la cinta -tan frecuentes con anterioridad a la generalización del filme de seguridad-, Duncan, indignado por la traición del amigo y de su viuda, decide traspasar la cuarta pared de la escena y darles muerte.
A partir de entonces, Guillermo Grant y Enid quedan presos en use limbo de lo "incorpóreo" donde -según la fantasía del uruguayo- habitan los espectros que pueblan las películas.
Yo, ya digo, me quedo con el Quiroga fatalista antes que con este de El espectro, que parece haber inspirado al Woody Allen de La rosa púrpura de El Cairo (1985). Recordará el lector que, en esta última, los actores de las viejas películas también traspasan esa cuarta pared imaginaria, que separa la escena mostrada de sus espectadores, para empezar a participar en las quimeras de estos últimos.
***
Esa cinefilia sublime, que cien años después de las cintas que inspiraron al uruguayo puede resumirse sin tanto engolamiento en el amor que profesan a las actrices sus espectadores más entregados, también subyace en El puritano. Aquí la enamorada es una de las primeras estrellas del firmamento cinematográfico. El objeto de su cariño es Douglad (sic) Mac Namara, un cuáquero al que conoció en el estudio. Aunque a ella no se le pasó por alto que el sentimiento era mutuo, no se entregó a él porque era consciente de que Mac Namara, casado y con hijo, la rechazaría. Así pues, la actriz, deseada por todo el mundo, como corresponde a las grandes estrellas, resolvió suicidarse.
En esta ocasión la historia nos es contada por uno de esos espectros privados por "la proyección del filme del sueño imperecedero". Esa sombra enamorada de la que nos habla sin querer darnos el nombre, bajo esa forma fantasmagórica que adopta en las proyecciones, advirtió cómo Mac Namara iba a ver todas sus películas al Monopole.
Hasta que deja de hacerlo. Después de un tiempo, cuando ya se da por sentado que nunca va a volver al cine a ver las películas de la actriz que se mató por él, el puritano también se suicida. Al fin, quienes no pudieron amarse en vida acaban por hacerlo en ese limbo de sombras incorpóreas, donde habitan las figuras que pueblan la escena que muestran las películas. Es decir, la los actores y la gente retratada. "Muñecos" los llamábamos en mis días de auxiliar de montaje.
***
El síncope blanco, cuyo asunto me ha recordado una de las grandes cintas de Michael Powell y Emmeric Pressburger -A vida o muerte (1946)- también sucede en un limbo. Esta vez es allí donde van los anestesiados mientras son sometidos a una intervención quirúrgica. En el filme es aquel al que llegan los muertos en combate para ser sometidos a la corte celestial. En la propuesta de Quiroga, dependiendo del color predominante, el anestesiado vuelve o no la vida. Nuestro protagonista regresa, no así la chica de la que se ha prendado, que cae en el sincope blanco que designa a los difuntos.
***
Publicado el 24 de julio de 2017 a las 17:15.